EL GRAN DÍA DE EXPIACIÓN REPRESENTA NUESTRA ETERNA REDENCIÓN Y SALVACIÓN

    La razón por la que los sacrificios en el viejo pacto no satisficieron la necesidad del hombre de una justicia perfecta, radicó esencialmente en la calidad de las ofrendas y en la del “ofrendante”. En primer lugar, el sumo sacerdote, encargado de realizar la ceremonia de expiación por el pecado él mismo era un necesitado de esa expiación, lo cual debilitaba inmediatamente el efecto del acto (Hebr.7:27). Por otro lado, la ofrenda ofrecida por el pecado eran animales, por tanto no podían quitar los pecados del pueblo (v.7). “Pero estando ya presente Cristo, sumo sacerdote de los bienes venideros,  por el más amplio y más perfecto tabernáculo, no hecho de manos, es decir,  no de esta creación, y no por sangre de machos cabríos ni de becerros,  sino por su propia sangre,  entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo,  habiendo obtenido eterna redención” (Heb.10:11,12). ¿Se da cuenta? al venir Cristo el sumo sacerdote de los bienes veniderosy ofrecerse a sí mismo por nosotros, para redimirnos de toda iniquidad (Tit.2:14), obtuvimos “eterna redención”. En el viejo pacto, el perdón de los pecados no dependía del pueblo en sí, sino del acto sacrificial que se realizaba en el altar y el santuario. Un hecho importante a destacar aquí es que los machos cabríos para el sacrificio eran tomados de entre el pueblo (v.5), indicando con esto que tales animales morirían como sustitutos en lugar del pueblo, lo cual era sombra y figura del Dios encarnado quien sería nuestro vicario perfecto en el futuro. Ahora bien, si aquello era sombra del sacrificio perfecto de Cristo, quiere decir entonces que nuestra salvación o el perdón de nuestros pecados no depende de nosotros, sino de lo que hizo Cristo en la cruz por nosotros; por lo que podemos afirmar que nuestra salvación es eterna, y que ya nadie podrá condenarnos jamás:

¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió;  más aun,  el que también resucitó,  el que además está a la diestra de Dios,  el que también intercede por nosotros (Rom. 8:34). 

     El siguiente aspecto a considerar de esta ceremonia es quizás el más importante y significativo de todos, pero al mismo tiempo el único ignorado o pasado por alto en la teología tradicional. Se trata del acto supremo en donde el sumo sacerdote entraba detrás del velo, luego de haber realizado expiación  por los pecados propios y los del pueblo, llevando consigo la sangre de las víctimas inocentes que habían muerto en lugar de ellos. En ese momento el hombre de Dios presentaba la sangre en el propiciatorio que estaba dentro del lugar santísimo estando aun con sus ropas de siervo, lo cual era figura del acto sublime y glorioso de nuestro Señor y Salvador Jesucristo quien después de ofrecerse a sí mismo en la cruz como expiación no por él sino por nosotros, subió a los cielos y entró en el verdadero santuario, no de esta creación sino a la presencia misma de Dios, y no con sangre de animales sino con su propia sangre (Heb.9:11 y 12) y se presentó ante el Padre como una ofrenda viva y perfecta, tal cual como Juan en Apocalipsis 5:6  lo ve: “Y miré, y vi que en medio del trono y de los cuatro seres vivientes, y en medio de los ancianos, estaba en pie un Cordero como inmolado”, es decir, recién sacrificado, dando testimonio con esto de que la obra de la redención estaba consumada y que solo él era digno de tomar el libro que estaba en la mano derecha del que estaba sentado en el trono.  

     Ese libro era el Nuevo Pacto[1], el que hablaba de un camino nuevo y vivo que él nos abría a través de su cuerpo herido (Heb.10:20). Pero faltaba algo, la coronación de toda esta ceremonia. El momento de mayor expectación de los hebreos, por lo que habían esperado un año entero. El testimonio viviente que declaraba a Israel que el sacrificio de expiación ofrecido por sus pecados en el lugar santísimohabía sido aceptado por Dios, y que por lo tanto podrían vivir tranquilos y confiados por un nuevo año, pues sus pecados habían sido perdonados. Ese gran momento era cuando el sumo sacerdote salía del santuario y, a la vista de todos, se dirigía al altar que estaba a la entrada del tabernáculo, para realizar la última parte de este tan significativo ritual. Éste consistía en enviar al desierto al macho cabrío que había quedado vivo, con los pecados de todo el pueblo, para luego volver a tomar sus vestidos espléndidos y sellar así la ceremonia.

     Lo que leerá a continuación es la más grande revelación que usted haya leído jamás y se encuentra escondida precisamente en este último eslabón de la ceremonia levítica y que recién hemos revisado. Se trata del acto cuando el sumo sacerdote, después de haber expiado los pecados en el lugar santísimo, vuelve a ser visto por el pueblo. Ese tan sublime momento hablaba del segundo advenimiento de nuestro Señor Jesucristo en gloria; suceso que, indiscutiblemente, tuvo que ocurrir durante el primer siglo, cuando aún vivía la generación que oyó a Jesús hablar de su regreso (Mt.24:34), y como lo dilucidaremos en el siguiente segmento.



[1]David Chilton, en su libro: “Días de Retribución”, un maravilloso comentario sobre el libro de Apocalipsis, al llegar al capítulo cinco y comentar los primeros cuatro versículos, recurre a una observación hecha por un teólogo luterano alemán: Theodor Zahn (1838-1933), quien dice que siete sellos en un documento indica que se trata de un testamento. La nota de referencia dada por Chilton para esta fuente es: Theodor Zahn, introduction to the New Testament, Vol. III, pp. 393s; citado de la obra de G.R. Beasley-Murray, The Book of Revelation (Grand Rapids: William B. Eerdmans Publishing Co., edición revisada, 1978), p. 121. Además, Juan, nos dice un detalle muy importante: “estaba escrito por dentro y por fuera”. Lo que interpretamos por libro en este versículo es la palabra griega: biblion, y puede significar: libro, carta o pergamino (Strong). De acuerdo con la época, creemos que se trata de un pergamino; por lo tanto, el significado de “escrito por dentro y por fuera”, se referiría a “por delante y por detrás”, igual como fueron escritas las tablas de la ley (Ex.32:15), que era la declaración del Viejo Pacto o Testamento. Por estas dos importantes observaciones deducimos que el libro en la mano derecha del que estaba sentado en el trono, era el Nuevo Pacto, y que solo uno, en todo el universo de Dios, era digno de abrirlo, Jesucristo.